Retomamos hoy nuestras reflexiones mensuales. Este mes tocaba hablar del perdón. Y me ha parecido oportuno recordar lo que aprendí de una profesora y teóloga ya fallecida prematuramente, Jutta Burggraf. Pude oír esta charla sobre aprender a perdonar en el Club Llar de Barcelona, y recuerdo muy bien cuánto me impactó su paz. Espero que os resulte interesante y esperanzadora.
Aprender a perdonar
Jutta Burggraf
I.
¿Qué quiere decir «perdonar»?: 1.
Reaccionar ante un mal.- 2. Actuar con libertad.- 3. Recordar el pasado.- 4.
Renunciar a la venganza.- 5. Mirar al agresor en su dignidad personal.
II.
¿Qué actitudes nos disponen a
perdonar?: 1. Amor.- 2. Comprensión.- 3. Generosidad.- 4. Humildad.
III.
Reflexión final.
Todos hemos sufrido alguna vez
injusticias y humillaciones; algunos tienen que soportar diariamente torturas,
no sólo en una cárcel, sino también en un puesto de trabajo o en el entorno
familiar. Es cierto que nadie puede hacernos tanto daño como los que debieran
amarnos. "El único dolor que destruye más que el hierro es la injusticia
que procede de nuestros familiares," dicen los árabes.
¿Cómo reaccionamos ante un mal
que alguien nos ha ocasionado con cierta intencionalidad? Normalmente,
desearíamos espontáneamente pegar a los que nos han pegado, o hablar mal de los
que han hablado mal de nosotros. Pero esta actuación es como un bumerán: nos
daña a nosotros mismos. Es una pena gastar las energías en enfados, recelos,
rencores o desesperación; y quizá es más triste aún cuando una persona se
endurece para no sufrir más.
Sólo en el perdón brota nueva
vida. Por esto es tan importante educar en el "arte" de practicarlo.
I. ¿Qué quiere decir
"perdonar"?
¿Qué es el perdón? ¿Qué hago
cuando digo a una persona: "Te perdono"? Es evidente que reacciono
ante un mal que alguien me ha hecho; actúo, además, con libertad; no olvido
simplemente la injusticia, sino que renuncio a la venganza y quiero, a pesar de
todo, lo mejor para el otro. Vamos a considerar estos diversos elementos con
más detenimiento.
1. Reaccionar ante un
mal
En primer lugar, ha de tratarse
realmente de un mal
para el conjunto de mi vida. Si un cirujano me quita un brazo que está
peligrosamente infectado, puedo sentir dolor y tristeza, incluso puedo montar
en cólera contra el médico. Pero no tengo que perdonarle nada, porque me ha
hecho un gran bien: me ha salvado la vida. Situaciones semejantes pueden darse
en la educación. No todo lo que parece mal a un niño es nocivo para él. Los
buenos padres no conceden a sus hijos todos los caprichos que ellos piden; los
forman en la fortaleza. Una maestra me dijo en una ocasión: "No me importa
lo que mis alumnos piensan hoy
sobre mí. Lo importante es lo que piensen dentro de veinte años." El perdón sólo tiene
sentido, cuando alguien ha recibido un daño objetivo de otro.
Por otro lado, perdonar no
consiste, de ninguna manera, en no querer ver este daño, en colorearlo o
disimularlo. Algunos pasan de largo las injurias con las que les tratan sus
colegas o sus cónyuges, porque intentan eludir todo conflicto; buscan la paz a
cualquier precio y pretenden vivir continuamente en un ambiente armonioso.
Parece que todo les diera lo mismo. "No importa" si los otros no les
dicen la verdad; "no importa" cuando los utilizan como meros objetos
para conseguir unos fines egoístas; "no importan" tampoco el fraude o
el adulterio. Esta actitud es peligrosa, porque puede llevar a una completa
ceguera ante los valores. La indignación e incluso la ira son reacciones
normales y hasta necesarias en ciertas situaciones. Quien perdona, no cierra
los ojos ante el mal; no niega que existe objetivamente una injusticia. Si lo
negara, no tendría nada que perdonar(1).
Si uno se acostumbra a callarlo
todo, tal vez pueda gozar durante un tiempo de una aparente paz; pero pagará
finalmente un precio muy alto por ella, pues renuncia a la libertad de ser él
mismo. Esconde y sepulta sus frustraciones en lo más profundo de su corazón,
detrás de una muralla gruesa, que levanta para protegerse. Y ni siquiera se da
cuenta de su falta de autenticidad. Es normal que una injusticia nos duela y deje
una herida. Si no queremos verla, no podemos sanarla. Entonces estamos
permanentemente huyendo de la propia intimidad (es decir, de nosotros mismos);
y el dolor nos carcome lenta e irremediablemente. Algunos realizan un viaje
alrededor del mundo, otros se mudan de ciudad. Pero no pueden huir del
sufrimiento. Todo dolor negado retorna por la puerta trasera, permanece largo
tiempo como una experiencia traumática y puede ser la causa de heridas
perdurables. Un dolor oculto puede conducir, en ciertos casos, a que una
persona se vuelva agria, obsesiva, medrosa, nerviosa o insensible, o que
rechace la amistad, o que tenga pesadillas. Sin que uno lo quiera, tarde o
temprano, reaparecen los recuerdos. Al final, muchos se dan cuenta de que tal
vez, habría sido mejor, hacer frente directa y conscientemente a la experiencia
del dolor. Afrontar un sufrimiento de manera adecuada es la clave para
conseguir la paz interior.
2. Actuar con libertad
El acto de perdonar es un
asunto libre. Es la única reacción que no re-actúa
simplemente, según el conocido principio "ojo por ojo, diente por
diente"(2).
El odio provoca la violencia, y la violencia justifica el odio. Cuando perdono,
pongo fin a este círculo vicioso; impido que la reacción en cadena siga su
curso. Entonces libero al otro, que ya no está sujeto al proceso iniciado.
Pero, en primer lugar, me libero a mí mismo. Estoy dispuesto a desatarme de los
enfados y rencores. No estoy "re-accionando", de modo automático,
sino que pongo un nuevo comienzo, también en mí.
Superar las ofensas, es una
tarea sumamente importante, porque el odio y la venganza envenenan la vida. El
filósofo Max Scheler afirma que una persona resentida se intoxica a sí misma(3).
El otro le ha herido; de ahí no se mueve. Ahí se recluye, se instala y se
encapsula. Queda atrapada en el pasado. Da pábulo a su rencor con repeticiones
y más repeticiones del mismo acontecimiento. De este modo arruina su vida.
Los resentimientos hacen que
las heridas se infecten en nuestro interior y ejerzan su influjo pesado y
devastador, creando una especie de malestar y de insatisfacción generales. En
consecuencia, uno no se siente a gusto en su propia piel. Pero, si no se
encuentra a gusto consigo mismo, entonces no se encuentra a gusto en ningún
lugar. Los recuerdos amargos pueden encender siempre de nuevo la cólera y la
tristeza, pueden llevar a depresiones. Un refrán chino dice: "El que busca
venganza debe cavar dos fosas."
En su libro Mi primera amiga blanca,
una periodista norteamericana de color describe cómo la opresión que su pueblo
había sufrido en Estados Unidos le llevó en su juventud a odiar a los blancos,
"porque han linchado y mentido, nos han cogido prisioneros, envenenado y
eliminado"(4).
La autora confiesa que, después de algún tiempo, llegó a reconocer que su odio,
por muy comprensible que fuera, estaba destruyendo su identidad y su dignidad.
Le cegaba, por ejemplo, ante los gestos de amistad que una chica blanca le
mostraba en el colegio. Poco a poco descubrió que, en vez de esperar que los
blancos pidieran perdón por sus injusticias, ella tenía que pedir perdón por su
propio odio y por su incapacidad de mirar a un blanco como a una persona, en vez de hacerlo
como a un miembro de una raza de opresores. Encontró el enemigo en su propio
interior, formado por los prejuicios y rencores que le impedían ser feliz.
Las heridas no curadas pueden
reducir enormemente nuestra libertad. Pueden dar origen a reacciones
desproporcionadas y violentas, que nos sorprendan a nosotros mismos. Una
persona herida, hiere a los demás. Y, como muchas veces oculta su corazón
detrás de una coraza, puede parecer dura, inaccesible e intratable. En
realidad, no es así. Sólo necesita defenderse. Parece dura, pero es insegura;
está atormentada por malas experiencias.
Hace falta descubrir las llagas
para poder limpiarlas y curarlas. Poner orden en el propio interior, puede ser
un paso para hacer posible el perdón. Pero este paso es sumamente difícil y, en
ocasiones, no conseguimos darlo. Podemos renunciar a la venganza, pero no al
dolor. Aquí se ve claramente que el perdón, aunque está estrechamente unido a
vivencias afectivas, no es un sentimiento. Es un acto de la voluntad que no se
reduce a nuestro estado psíquico(5).
Se puede perdonar llorando.
Cuando una persona ha realizado
este acto eminentemente libre, el sufrimiento pierde ordinariamente su
amargura, y puede ser que desaparezca con el tiempo. "Las heridas se
cambian en perlas," dice Santa Hildegarda de Bingen.
3. Recordar el pasado
Es una ley natural que el
tiempo "cura" algunas llagas. No las cierra de verdad, pero las hace
olvidar. Algunos hablan de la "caducidad de nuestras emociones"(6).
Llegará un momento en que una persona no pueda llorar más, ni sentirse ya
herida. Esto no es una señal de que haya perdonado a su agresor, sino que tiene
ciertas "ganas de vivir". Un determinado estado psíquico -por intenso
que sea- de ordinario no puede convertirse en permanente. A este estado sigue
un lento proceso de desprendimiento, pues la vida continúa. No podemos
quedarnos siempre ahí, como pegados al pasado, perpetuando en nosotros el daño
sufrido. Si permanecemos en el dolor, bloqueamos el ritmo de la naturaleza.
La memoria puede ser un cultivo
de frustraciones. La capacidad de desatarse y de olvidar, por tanto, es
importante para el ser humano, pero no tiene nada que ver con la actitud de
perdonar. Ésta no consiste simplemente en "borrón y cuenta nueva".
Exige recuperar la verdad de la ofensa y de la justicia, que muchas veces
pretende camuflarse o distorsionarse. El mal hecho debe ser reconocido y, en lo
posible, reparado.
Hace falta "purificar la
memoria". Una memoria sana puede convertirse en maestra de vida. Si vivo
en paz con mi pasado, puedo aprender mucho de los acontecimientos que he
vivido. Recuerdo las injusticias pasadas para que no se repitan, y las recuerdo
como perdonadas.
4. Renunciar a la
venganza
Como el perdón expresa nuestra
libertad, también es posible negar al otro este don. El judío Simon Wiesenthal
cuenta en uno de sus libros de sus experiencias en los campos de concentración
durante la Segunda Guerra Mundial. Un día, una enfermera se acercó a él y le
pidió seguirle. Le llevó a una habitación donde se encontraba un joven oficial
de la SS que estaba muriéndose. Este oficial contó su vida al preso judío:
habló de su familia, de su formación, y cómo llegó a ser un colaborador de
Hitler. Le pesaba sobre todo un crimen en el que había participado: en una
ocasión, los soldados a su mando habían encerrado a 300 judíos en una casa, y
habían quemado la casa; todos murieron. "Sé que es horrible -dijo el
oficial-. Durante las largas noches, en las que estoy esperando mi muerte,
siento la gran urgencia de hablar con un judío sobre esto y pedirle perdón de
todo corazón." Wiesenthal concluye su relato diciendo: "De pronto
comprendí, y sin decir ni una sola palabra, salí de la habitación"(7).
Otro judío añade: "No, no he perdonado a ninguno de los culpables, ni
estoy dispuesto ahora ni nunca a perdonar a ninguno"(8).
Perdonar significa renunciar a
la venganza y al odio. Existen, por otro lado, personas que no se sienten nunca
heridas. No es que no quieran ver el mal y repriman el dolor, sino todo lo
contrario: perciben las injusticias objetivamente, con suma claridad, pero no
dejan que ellas les molesten. "Aunque nos maten, no pueden hacernos ningún
daño," es uno de sus lemas(9).
Han logrado un férreo dominio de sí mismos, parecen de una ironía insensible.
Se sienten superiores a los demás hombres y mantienen interiormente una
distancia tan grande hacia ellos que nadie puede tocar su corazón. Como nada
les afecta, no reprochan nada a sus opresores. ¿Qué le importa a la luna que un
perro le ladre? Es la actitud de los estoicos y quizá también de algunos
"gurus" asiáticos que viven solitarios en su
"magnanimidad". No se dignan mirar siquiera a quienes "absuelven"
sin ningún esfuerzo. No perciben la existencia del "pulgón".
El problema consiste en que, en
este caso, no hay ninguna relación interpersonal. No se quiere sufrir y, por
tanto, se renuncia al amor. Una persona que ama, siempre se hace pequeña y
vulnerable. Se encuentra cerca a los demás. Es más humano amar y sufrir mucho a
lo largo de la vida, que adoptar una actitud distante y superior a los otros.
Cuando a alguien nunca le duele la actuación de otro, es superfluo el perdón.
Falta la ofensa, y falta el ofendido.
5. Mirar al agresor en
su dignidad personal
El perdón comienza cuando,
gracias a una fuerza nueva, una persona rechaza todo tipo de venganza. No habla
de los demás desde sus experiencias dolorosas, evita juzgarlos y
desvalorizarlos, y está dispuesta a escucharles con un corazón abierto.
El secreto consiste en no
identificar al agresor con su obra(10).
Todo ser humano es más grande que su culpa. Un ejemplo elocuente nos da Albert
Camus, que se dirige en una carta pública a los nazis y habla de los crímenes
cometidos en Francia: "Y a pesar de ustedes, les seguiré llamando hombres…
Nos esforzamos en respetar en ustedes lo que ustedes no respetaban en los
demás"(11).
Cada persona está por encima de sus peores errores.
Hace pensar una anécdota que se
cuenta de un general del siglo XIX. Cuando éste se encontraba en su lecho de
muerte, un sacerdote le preguntó si perdonaba a sus enemigos. "No es
posible -respondió el general-. Les he mandado ejecutar a todos"(12).
El perdón del que hablamos aquí
no consiste en saldar un castigo, sino que es, ante todo, una actitud interior.
Significa vivir en paz con los recuerdos y no perder el aprecio a ninguna
persona. Se puede considerar también a un difunto en su dignidad personal.
Nadie está totalmente corrompido; en cada uno brilla una luz.
Al perdonar, decimos a alguien:
"No, tú no eres así. ¡Sé quien eres! En realidad eres mucho mejor."
Queremos todo el bien posible para el otro, su pleno desarrollo, su dicha
profunda, y nos esforzamos por quererlo desde el fondo del corazón, con gran
sinceridad.
II. ¿Qué actitudes nos
disponen a perdonar?
Después de aclarar, en grandes
líneas, en qué consiste el perdón, vamos a considerar algunas actitudes que nos
disponen a realizar este acto que nos libera a nosotros y también libera a los
demás.
1. Amor
Perdonar es amar intensamente.
El verbo latín per-donare
lo expresa con mucha claridad: el prefijo per
intensifica el verbo que acompaña, donare.
Es dar abundantemente, entregarse hasta el extremo. El poeta Werner Bergengruen
ha dicho que el amor se
prueba en la fidelidad, y se completa
en el perdón.
Sin embargo, cuando alguien nos
ha ofendido gravemente, el amor apenas es posible. Es necesario, en un primer
paso, separarnos de algún modo del agresor, aunque sea sólo interiormente.
Mientras el cuchillo está en la herida, la herida nunca se cerrará. Hace falta
retirar el cuchillo, adquirir distancia del otro; sólo entonces podemos ver su
rostro. Un cierto desprendimiento es condición previa para poder perdonar de
todo corazón, y dar al otro el amor que necesita.
Una persona sólo puede vivir y
desarrollarse sanamente, cuando es aceptada tal como es, cuando alguien la
quiere verdaderamente, y le dice: "Es bueno que existas"(13).
Hace falta no sólo "estar aquí", en la tierra, sino que hace falta la
confirmación en el ser para sentirse a gusto en el mundo, para que sea posible
adquirir una cierta estimación propia y ser capaz de relacionarse con otros en
amistad. En este sentido se ha dicho que el amor continúa y perfecciona la obra
de la creación(14).
Amar a una persona quiere decir
hacerle consciente de su propio valor, de su propia belleza. Una persona amada
es una persona aprobada, que puede responder al otro con toda verdad: "Te
necesito para ser yo mismo."
Si no perdono al otro, de
alguna manera le quito el espacio para vivir y desarrollarse sanamente. Éste se
aleja, en consecuencia, cada vez más de su ideal y de su autorrealización. En
otras palabras, le mato, en sentido espiritual. Se puede matar, realmente, a
una persona con palabras injustas y duras, con pensamientos malos o, sencillamente,
negando el perdón. El otro puede ponerse entonces triste, pasivo y amargo.
Kierkegaard habla de la "desesperación de aquel que, desesperadamente,
quiere ser él mismo", y no llega a serlo, porque los otros lo impiden(15).
Cuando, en cambio, concedemos
el perdón, ayudamos al otro a volver a la propia identidad, a vivir con una
nueva libertad y con una felicidad más honda.
2. Comprensión
Es preciso comprender que cada
uno necesita más amor que "merece"; cada uno es más vulnerable de lo
que parece; y todos somos débiles y podemos cansarnos. Perdonar es tener la
firme convicción de que en cada persona, detrás de todo el mal, hay un ser
humano vulnerable y capaz de cambiar. Significa creer en la posibilidad de
transformación y de evolución de los demás.
Si una persona no perdona,
puede ser que tome a los demás demasiado en serio, que exija demasiado de
ellos. Pero "tomar a un hombre perfectamente en serio, significa destruirle,"
advierte el filósofo Robert Spaemann(16).
Todos somos débiles y fallamos con frecuencia. Y, muchas veces, no somos
conscientes de las consecuencias de nuestros actos: "no sabemos lo que
hacemos"(17).
Cuando, por ejemplo, una persona está enfadada, grita cosas que, en el fondo,
no piensa ni quiere decir. Si la tomo completamente en serio, cada minuto del
día, y me pongo a "analizar" lo que ha dicho cuando estaba rabiosa,
puedo causar conflictos sin fin. Si lleváramos la cuenta de todos los fallos de
una persona, acabaríamos transformando en un monstruo, hasta al ser más
encantador.
Tenemos que creer en las
capacidades del otro y dárselo a entender. A veces, impresiona ver cuánto puede
transformarse una persona, si se le da confianza; cómo cambia, si se le trata
según la idea perfeccionada que se tiene de ella. Hay muchas personas que saben
animar a los otros a ser mejores. Les comunican la seguridad de que hay mucho
bueno y bello dentro de ellos, a pesar de todos sus errores y caídas. Actúan
según lo que dice la sabiduría popular: "Si quieres que el otro sea bueno,
trátale como si ya lo fuese."
3. Generosidad
Perdonar exige un corazón
misericordioso y generoso. Significa ir más allá de la justicia. Hay
situaciones tan complejas en las que la mera justicia es imposible. Si se ha
robado, se devuelve; si se ha roto, se arregla o sustituye. ¿Pero si alguien
pierde un órgano, un familiar o un buen amigo? Es imposible restituirlo con la
justicia. Precisamente ahí, donde el castigo no cubre nunca la pérdida, es
donde tiene espacio el perdón.
El perdón no anula el derecho,
pero lo excede infinitamente. Es por naturaleza incondicional, ya que es un don
gratuito del amor, un don siempre inmerecido. Esto significa que el que perdona
no exige nada a su agresor, ni siquiera que le duela lo que ha hecho. Antes,
mucho antes que el agresor busca la reconciliación, el que ama ya le ha
perdonado.
El arrepentimiento del otro no
es una condición necesaria para el perdón, aunque sí es conveniente. Es,
ciertamente, mucho más fácil perdonar cuando el otro pide perdón. Pero a veces
hace falta comprender que en los que obran mal hay bloqueos, que les impiden
admitir su culpabilidad.
Hay un modo "impuro"
de perdonar(18),
cuando se hace con cálculos, especulaciones y metas: "Te perdono para que te des cuenta de
la barbaridad que has hecho; te perdono para
que mejores." Pueden ser fines educativos loables, pero en
este caso no se trata del perdón verdadero que se concede sin ninguna
condición, al igual que el amor auténtico: "Te perdono porque te quiero -a
pesar de todo."
Puedo perdonar al otro incluso
sin dárselo a entender, en el caso de que no entendería nada. Es un regalo que
le hago, aunque no se entera, o aunque no sabe por qué.
4. Humildad
Hace falta prudencia y
delicadeza para ver cómo mostrar al otro el perdón. En ocasiones, no es
aconsejable hacerlo enseguida, cuando la otra persona está todavía agitada.
Puede parecerle como una venganza sublime, puede humillarla y enfadarla aún
más. En efecto, la oferta de la reconciliación puede tener carácter de una
acusación. Puede ocultar una actitud farisaica: quiero demostrar que tengo
razón y que soy generoso. Lo que impide entonces llegar a la paz, no es la
obstinación del otro, sino mi propia arrogancia.
Por otro lado, es siempre un
riesgo ofrecer el perdón, pues este gesto no asegura su recepción y puede
molestar al agresor en cualquier momento. "Cuando uno perdona, se abandona
al otro, a su poder, se expone a lo que imprevisiblemente puede hacer y se le da
libertad de ofender y herir (de nuevo)"(19).
Aquí se ve que hace falta humildad para buscar la reconciliación.
Cuando se den las
circunstancias -quizá después de un largo tiempo- conviene tener una
conversación con el otro. En ella se pueden dar a conocer los propios motivos y
razones, el propio punto de vista; y se debe escuchar atentamente los
argumentos del otro. Es importante escuchar hasta el final, y esforzarse por
captar también las palabras que el otro no
dice. De vez en cuando es necesario "cambiar la silla",
al menos mentalmente, y tratar de ver el mundo desde la perspectiva del otro.
El perdón es un acto de fuerza
interior, pero no de voluntad de poder. Es humilde y respetuoso con el otro. No
quiere dominar o humillarle. Para que sea verdadero y "puro", la
víctima debe evitar hasta la menor señal de una "superioridad moral"
que, en principio, no existe; al menos no somos nosotros los que podemos ni
debemos juzgar acerca de lo que se esconde en el corazón de los otros. Hay que
evitar que en las conversaciones se acuse al agresor siempre de nuevo. Quien
demuestra la propia irreprochabilidad, no ofrece realmente el perdón.
Enfurecerse por la culpa de otro puede conducir con gran facilidad a la
represión de la culpa de uno mismo. Debemos perdonar como pecadores que somos,
no como justos, por lo que el perdón es más para compartir que para conceder.
Todos necesitamos el perdón,
porque todos hacemos daño a los demás, aunque algunas veces quizá no nos demos
cuenta. Necesitamos el perdón para deshacer los nudos del pasado y comenzar de
nuevo. Es importante que cada uno reconozca la propia flaqueza, los propios
fallos -que, a lo mejor, han llevado al otro a un comportamiento desviado-, y
no dude en pedir, a su vez, perdón al otro.
III. Reflexión final
Hemos hablado de una labor
interior auténtica y dura. No podemos negar que la exigencia del perdón llega
en ciertos casos al límite de nuestras fuerzas. ¿Se puede perdonar cuando el
opresor no se arrepiente en absoluto, sino que incluso insulta a su víctima y
cree haber obrado correctamente? ¿Puede una madre perdonar jamás al asesino de
su hijo? Podemos perdonar, por lo menos, a una persona que nos ha dejado
completamente en ridículo ante los demás, que nos ha quitado la libertad o la
dignidad, que nos ha engañado, difamado o destruido algo que para nosotros era
muy importante? Quizá nunca será posible perdonar de todo corazón, al menos si
contamos sólo con nuestra propia capacidad. Pero un cristiano cuenta, además,
con la ayuda todopoderosa de Dios. "Con mi Dios, salto los muros,"
canta el salmista. Podemos referir estas palabras a los muros que están en
nuestro corazón. Con la ayuda de buenos amigos y, sobre todo, con la gracia de
Dios, es posible realizar esta tarea sumamente difícil y liberarnos a nosotros
mismos. Perdonar es un acto de fortaleza espiritual, un gran alivio. Significa
optar por la vida y actuar con creatividad.
Sin embargo, no parece adecuado
dictar comportamientos a las víctimas. Hay que dejar a una persona todo el
tiempo que necesite para llegar al perdón. Si alguien le acusara de rencorosa o
vengativa, engrandaría su herida. Santo Tomás de Aquino, el gran teólogo de la
Edad Media, aconseja a quienes sufren, entre otras cosas, que no se rompan la
cabeza con argumentos, ni leer, ni escribir; antes que nada, deben tomar un
baño, dormir y hablar con un amigo(20).
En un primer momento, generalmente no somos capaces de aceptar un gran dolor.
Antes que nada, debemos tranquilizarnos, aceptar que nos cuesta perdonar, que
necesitamos tiempo. Seguir el ritmo de nuestra naturaleza nos puede ayudar
mucho. No podemos sorprendernos frente a tales dificultades, tanto si son
propias, como si son ajenas.
Si conseguimos crear una cultura del perdón, podremos
construir juntos un mundo habitable, donde habrá más vitalidad y fecundidad;
podremos proyectar juntos un futuro realmente nuevo.Para terminar, nos pueden ayudar unas sabias palabras:
"¿Quieres ser feliz un momento? Véngate.
¿Quieres ser feliz siempre? Perdona".